Comentario
Los dos grandes interrogantes, pues, de las nuevas condiciones de vida partían de la política de los ocupantes y de la capacidad organizativa permitida o potenciada por ellos en correlación con la actividad municipal creciente. Ello produciría una determinada política social, distinta para cada zona. A ella podrían colaborar, en un intento de ir normalizando la actividad política de cada zona y su marcha hacia la democracia, la presencia de los partidos políticos y su progresiva educación en los diversos campos de responsabilidad ciudadana.
Aunque el Gobierno nacionalsocialista había prohibido todos los partidos políticos existentes antes de 1933, con la única excepción del NSDAP, se mantenía, y comenzaba a salir a la luz, cierta conexión entre los miembros de los antiguos partidos. Ya en la primavera, inminente la capitulación, se movilizaron las diversas fracciones políticas, y de ello tenían conocimiento los vencedores, que en el comunicado final de Potsdam incluían la decisión de permitir la formación de partidos democráticos en toda Alemania y la posibilidad de organizar reuniones y polémicas en público.
Fue el Gobierno militar ruso, mediante un decreto del mariscal Zhukov, de 10 de junio de 1945, el primero en autorizar la formación de partidos antifascistas y de sindicatos en la zona ocupada por Rusia. En la práctica, y debido a la política sectaria de inmediato empleada ofreciendo al pueblo despojado las ventajas del comunismo, reaparece con fuerza únicamente el partido comunista, considerablemente aumentado con la vuelta de sus antiguos jefes, W. Pieck y W. Ulbricht, desde Moscú. Les siguen luego los socialdemócratas, liberales y otros partidos demócratas que se sitúan en el centro y en la derecha. El día 20 de diciembre, los comunistas y socialdemócratas de la zona rusa anuncian su fusión en un solo partido obrero.
El Gobierno militar americano permitió igualmente, en agosto de 1945, la creación de partidos políticos, aunque quince días más tarde, el 27 en concreto, este permiso fue limitado a la formación de partidos de ámbito regional. La unión nacional de los mismos fue autorizada a partir del mes de noviembre.
En las zonas inglesa y francesa, finalmente, se retrasó la formación de los partidos. En el primer caso el permiso oficial tiene lugar el 15 de septiembre, pero solamente dentro del ámbito de la zona; en la zona francesa, el permiso de constitución no llegó hasta el mes de diciembre, y sólo a partir de la primavera de 1946 comenzaron los partidos a gozar de práctica eficacia dentro de la misma.
Los socialdemócratas, como comenta el propio K. Adenauer, se reunieron rápidamente, sobre todo porque les benefició la posibilidad de constituir nuevamente los sindicatos que fueron su sostén fundamental antes de que se permitiera a los partidos la unión y desarrollo de su completa actividad. Después del triunfo laborista en Inglaterra, el Gobierno británico estimuló extraordinariamente a los socialdemócratas alemanes, que contaban con la capacidad política y de gestión de su líder, Kurt Schumacher.
El principal problema surgió cuando se pretendió crear un partido cristiano nuevo, en medio de la descrita situación de miseria material y de dificultad mental y espiritual, que había de tener una doble función: la de responder y contraponerse a las propuestas anticristianas que el partido nazi había logrado sembrar en la sociedad alemana anterior a la guerra y cuyos resultados no serían rápidamente borrados con la desnazificación y, sobre todo, la de responder con eficacia al "amenazador peligro del comunismo ateo", en expresión del mismo Adenauer, que aprovechaba la situación de miseria y desesperación como pista de lanzamiento a su expansión y dominio.
En diciembre de 1945, los diversos grupos de partidos cristiano-demócratas se reunieron en Bad Godesberg y decidieron declararse como Unión, subrayando, por encima de las confesiones religiosas de sus allegados, la colaboración en un trabajo político totalmente alemán para el logro de la unidad de la patria. El protagonismo de Adenauer resultó decisivo: levantar al pueblo alemán del presente letárgico en política: convencer a los alemanes de que "tenían que trabajar para vencer la miseria"; revalorización del valor de la persona; respeto y colaboración entre el Estado y las Iglesias, sobre todo en el campo de la enseñanza primaria y media y la educación; apoyo de la "propiedad moderada" frente a una "excesiva nacionalización de la economía"; reconstrucción, en fin, de ciudades y poblaciones destruidas, evitando los males de hacinamiento pasados, aunque para ello se hiciese necesaria la expropiación del suelo.
Desde esta palestra de la organización política resulta más comprensible el análisis de las condiciones de vida alemanas. Los dos problemas de mayor urgencia se concretaban en el asentamiento de los refugiados que afluían a sus lugares de origen y en la posible alimentación de las poblaciones. Estas soluciones también resultaban sometidas a la política de los ocupantes en cada una de las zonas.
En la zona rusa, el mariscal Zhukov invistió a los consejeros provinciales de autoridad administrativa y, mediante la autorización de leyes especiales, procedieron a la reforma de la propiedad rural. Todas las fincas de más de 1.000 hectáreas fueron confiscadas sin compensación y repartidas en lotes de 4 a 8 hectáreas entre los obreros agrícolas refugiados en el Este. Respondía este criterio, en gran parte, a la línea de conducta económica defendida en Potsdam, pendiente de convenir de nuevo a Alemania en un país agrario mediante la destrucción o reducción de la industria. Eso "significa -es el comentaro de K. Adenauer- para muchos millones de alemanes una sentencia de muerte, porque nuestro suelo sólo podría producir, según se estimaba entonces, el 40 por 100 de la cantidad necesaria de alimentos".
En las zonas occidentales, con las diferencias internas señaladas ya repetidamente, la creciente presencia de personas e instituciones netamente alemanas y los mismos presupuestos ideológicos compartidos por vencedores y ocupados, disconformes con la reforma agraria rusa y, por otra parte, convencidos de la imposibilidad de autoabastecimiento, mermó las dificultades de futuro más psicológica que realmente.
La situación de la alimentación resultaba catastrófica y degeneró todavía más en el transcurso de los primeros meses de ocupación. El único mercado regular que funcionaba era el mercado negro, aunque administrase los artículos de consumo al 100 por 100, y más, sobre los precios de tasa. No siempre se disponía del racionamiento, y su irregularidad procedía tanto de la escasez de alimentos como de la imposibilidad de cualquier proyecto o previsión a consecuencia de las crecientes masas que afluían a sus lugares de origen.
El esfuerzo por llegar a todos exigió la medición de calorías que permitiera al menos la supervivencia. Así en la zona ocupada por Estados Unidos el límite estuvo en 1.275, mientras que en la zona británica no pasaba de las 1.000 y en la francesa no llegaba a esa cifra.
El problema se agravaba porque ni estas medidas mínimas quedaban satisfechas, y la reducción de calorías influía de inmediato en el rendimiento laboral. La falta de cereales se acusó en el mismo mes de junio de 1945, cuando todavía no se podía enlazar con la nueva cosecha, y una intervención en las reservas de ganado hubiera supuesto la reducción en la producción de leche.
Tampoco fue posible recurrir al pescado, pues faltaban pesqueros disponibles una vez que, al haber sido transformados durante la guerra en dragaminas, debieron ser entregados o destruidos. El punto álgido de la escasez tuvo lugar en la primavera de 1946, cuando la reducción de grasa por persona y período de distribución hubo de acortarse a la mitad. La falta de esta grasa y de albúmina favorecía el crecimiento de la tuberculosis, ahora especialmente potenciada también con el hacinamiento de las familias cobijadas o refugiadas entre las ruinas y faltas además de combustibles por los precios fabulosos del carbón y del petróleo.
Los estudios que se realizaron en esta primavera de 1946 sobre el peso y salud de los habitantes denunciaban una falta media de siete kilos de peso en los hombres, que se aproximaba a los doce en el caso de ancianos aislados. En la población infantil escolarizada se observó el crecimiento de la tuberculosis y un aumento en la baja de rendimiento escolar. Sólo en la zona británica se registraron 46.000 casos de tuberculosis galopante, cuando en los hospitales había únicamente 13.000 camas, en condiciones sanitarias y económicas desastrosas. Los datos apuntaban en la misma zona más de un cuarto de millón de tuberculosos.
En la misma línea pudo observarse lógicamente el crecimiento de la mortalidad: de un 11,8 por 100 en 1938 se llegó a más de 18 en noviembre de 1946.
Las primeras y urgentes partidas de ayuda no fueron ciertamente grandes; procedían de las familias particulares a sus parientes y de organizaciones e instituciones religiosas y benéficas inglesas y norteamericanas, en primer lugar. En este sentido, la necesidad apremiante y la respuesta desorganizada se adelantó a la regulación legal enseguida concretada por las autoridades militares.
Tanto en los países vencedores como en Alemania se hizo necesaria la creación de instituciones que regulasen 1a corriente de ayuda y su distribución. El papel de las grandes instituciones de beneficencia, Care y Cralog supusieron, sobre todo en la primavera de 1946, aparte de una ayuda material imprescindible, el mayor de los efectos psicológicos, apoyo material, conexión con el mundo exterior, posibilidad y esperanza de reconciliación, etcétera.
El carbón y su extracción adquirían de nuevo un protagonismo y prepotencia ineludibles. Se hacía necesario como combustible inmediato, como la fuente más importante para la producción de gas, electricidad y abonos artificiales; pero también como el único artículo de exportación que directa y rápidamente permitiría pagar al extranjero la importación de comestibles y materias primas.
Adquiría, pues, una importancia clave en la urgente marcha de la economía, de la reconstrucción y de la puesta en funcionamiento de fábricas. Pero con una producción reducida al 60 por 100 de la explotación de 1938, sumada a la retirada del personal directivo con experiencia en estas faenas y a la sensación de los mineros de continuar bajo control extranjero, sin olvidar la escasa alimentación de los trabajadores que influía en sus rendimientos, la industria minera del carbón se enfrentó con una profunda crisis.
El desconocimiento de las circunstancias alemanas y la psicología colectiva de ocupación y condena, amén de la falta de una actividad coordinada venían a agravar cuantos inconvenientes puedan achacarse a la derrota. Los gobiernos militares -repetiría Adenauer- nunca estuvieron en condiciones de tomar, ni aun con su mejor voluntad, una decisión oportuna, aunque fuese sólo para su zona correspondiente. Y ello influía, como es natural, en la progresiva decadencia de la vida económica.